Tengo el placer de presentaros el nuevo libro que he publicado con la Editorial Descleé De Brouwer y que está disponible desde este mes: Educando la alegría.

Y para hacerlo os quiero copiar literalmente el epílogo del libro. Es un texto especial para mí que resume las razones por las que escribí este libro. Porque este libro nace de mi experiencia en la supervisión de centros educativos y de protección, así como del trabajo con familias, pero nace sobre todo de una preocupación por lo que me voy encontrando en ese trabajo. Nace con el objetivo de brindar estrategias prácticas a familias y educadores para cultivar con consciencia y de forma sistemática la emoción de la alegría en los niños, niñas y adolescentes.

Espero de verdad que os guste y os sirva a quienes desde vuestras familias o en vuestro trabajo asumís el rol de cuidado de cualquier niño, niña o adolescente.

Aquí va el epílogo del libro:

“EPÍLOGO: CARTA A QUIENES EDUCAN

A ti, que me estás leyendo:

Antes de acabar este libro, quiero contarte algo. En mi vida he encontrado una “regla no escrita” que dice así: “A más, más, a menos, menos”. Cuanto más ponemos de algo, más nos llega. Cuanto menos, menos nos llega. Se cumple para lo físico, para lo emocional, para lo social… Piensa en ejemplos. En lo corporal: cuanto más comes, más comes; cuanto menos comes, menos comes. En lo afectivo: cuanto más amas, más amas; cuanto menos amas, más difícil te resulta amar. En lo material: cuantos más bienes tienes, más te llegan; cuantos menos bienes tienes, menos te llegan.

Se trata, por tanto, de elegir qué cultivar. En este libro yo te he propuesto cultivar la alegría. Y cultivarla como una opción consciente. Convertirla en una herramienta educativa clave y de forma sistemática, no ocasional. Que sea el motor emocional que posibilite el desarrollo pleno de nuestros niños, niñas y adolescentes. Porque si tengo razón, a más alegría, llegará más alegría y a menos alegría, ellos y ellas sentirán menos alegría. Y sin alegría no hay movimiento, ni intimidad, ni crecimiento ni resiliencia. Ni, sobre todo, valor. Y éste es el último mensaje con el que quiero cerrar este libro.

Vivimos en un mundo que cultiva el miedo en nuestros niños y niñas, a veces de forma consciente, otras de forma completamente inconsciente. Escuchan constantemente los peligros que les pueden llegar, lo mal que va el mundo. Crecen inundados de información sobre todo lo horrible que el ser humano es capaz de llegar a hacer, que ciertamente, es mucho. Muchísimo. Tanto que abruma. A ellos y a nosotros. Nos deja impotentes, nos hace sentir pequeños y muy, muy asustados.

El ser humano es capaz de “lo mejor” y de “lo peor”. Pero las historias sobre “lo mejor” no tienen lugar. Ni en lo público, ni a menudo en lo privado. Las personas que hacen cosas increíbles no salen en los medios de comunicación, se habla poco de ellos y ellas en la educación y en el ámbito privado a veces da casi vergüenza hablar de lo que te hace feliz, de lo que te llena y te hace sentir vivo. Dedicamos mucho tiempo a las preocupaciones y angustias, que además en determinados contextos socioeconómicos o sociopolíticos se disparan exponencialmente y nos inundan.

Quizá es mi sensación sólo. Pero es una sensación que se ha ido paulatinamente convirtiendo en preocupación a lo largo de estos años y me ha llevado a escribir “Educando la alegría”. Veo lo claro que tienen los niños y niñas los motivos para tener miedo. Les veo resignados. Les veo o bien sobreimplicados en el propósito de responder a las expectativas de un mundo hostil y muy complicado o bien abandonando el intento de conseguir estar a la altura de ese mundo. Y a muchos que no logran resignarse, les veo siendo señalados: los que preguntan en exceso y cuestionan las normas, los que se mueven demasiado, los que se enfadan y no logran manejar ese enfado.

Lo veo en mi vida personal en la crianza de mi hijo, de mis sobrinos, de los niños y niñas a los que quiero y con los que convivo. Pero lo veo más si cabe en mi vida profesional cuando doy los cursos a las familias y a los profesionales, cuando hago supervisiones en centros de protección o cuando trabajo con centros educativos que quieren transformar el modelo educativo del centro. Es desde esa doble perspectiva, la personal y la profesional, desde la que he querido ofrecer una propuesta para sistematizar la alegría en la educación.

Veo a las familias y a los profesionales más conscientes que nunca. El modelo de crianza cambió, la intimidad y presencia en el cuidado que hay en muchos hogares no tiene referente previo. O en mi ámbito profesional, todo el movimiento que se lleva dando desde hace unos años en la llamada educación alternativa o la incorporación del vínculo afectivo y la educación emocional en el trabajo con niños y niñas. El cambio es real. Y es un cambio para bien. Pero a veces siento que a ese cambio le falta consciencia y sistematización. Por eso he intentado centrar este libro en propuestas sistematizadas que den continuidad y estructura a esa opción por la alegría, a ese cambio.

Creo que ya nadie pondría en duda que hay que educar a los niños, niñas y adolescentes desde el vínculo afectivo, desde la estimulación y desde la protección. Pero es en el “cómo” hacerlo donde surgen los problemas. Quienes educamos queremos generar personas plenas y felices. Y nos hacemos responsables de nuestro papel en ello. Pero nuestra historia afectiva, nuestra memoria corporal, nuestros propios miedos… son la base del “cómo” educamos. Y esa parte no siempre queremos mirarla. Por eso tanto empeño en hablar del autocuidado en estas páginas. Mirarnos hacia dentro cambia nuestra mirada hacia fuera.

Y luego está el cansancio. Porque una educación con consciencia, tanto en las familias como en los centros educativos o de protección, conlleva cansancio. El control, los mandatos y el orden son menos cansados. Son más destructivos, pero son esquemas más fáciles de seguir. Y generan personas más sumisas, o más enfadadas, depende. Pero en cualquier caso generan niños, niñas y adolescentes pendientes de la aprobación de quien les educa.

En mi experiencia, a los niños, niñas y adolescentes les cuesta saber qué quieren ellos y ellas. No sus familias, ni sus maestros, ni sus educadores. Ellos mismos. Qué quieren hacer, en qué quieren participar, dónde quieren vivir… Saben lo que se espera de ellos, pero no siempre si es lo que quieren.

Se sienten sobrepasados por la exigencia de un mundo ferozmente competitivo y una visión negativa del ser humano; por la cantidad de información que manejan que no siempre han podido procesar ni corporal ni emocionalmente y por la imposibilidad de tener referentes de trascendencia porque todos los que había (ideológicos, sociales o religiosos) parecen haber mostrado ser en parte un engaño. Diría que quizá sobreviven sólo como referentes el afecto personal (el valor de la familia, la pareja y la amistad no ha desaparecido en ellos y ellas) y el dinero. Referentes muy diferentes entre sí, pero cuya eficacia la ven en su día a día cotidiano.

Por eso muchas veces les falta tener valor para perseguir aquello que desean. Porque volvemos al comienzo. El valor se educa. A más a más, a menos a menos. Y al valor se llega a través de la alegría. Les inculcamos miedo. Obtenemos miedo. Les inculcamos impotencia. Generamos resignación o enfado.

La alegría (también la esperanza y el amor) es arriesgada porque le da valor a la persona, puede transformarla. Y con la persona y a través de la persona, es un motor emocional que puede cambiar el mundo. La pregunta sigue siendo si quienes tenemos el privilegio de educar asumiremos ese riesgo. ¿Optaremos con consciencia y de forma sistemática por educar la alegría?

Lo dejo aquí. Gracias por acompañarme en este viaje y por hacer todo esto posible.

Te mando un abrazo. No cualquiera: uno de esos que alimentan la alegría.

Pepa”